Alrededor del cuerpo exánime, como una trágica corona, hay 50 papeles de heroína y varias jeringas. El hombre está en calzoncillos, tirado en el piso del baño, y una jeringa aun cuelga de uno de sus brazos.
El cadáver solitario está en pequeño departamento en un callejón del West Village, New York. Afuera, febrero azota con un frío implacable. Adentro, el teléfono se enciende con dos mensajes.
–Recién terminé de cenar. ¿Dónde estás?, escribe uno de sus amigos más cercanos respondiendo a los dos mensajes que horas antes le había enviado sobre sus ganas de ver el partido de los Knicks
Pero nadie contesta. Philip Seymour Hoffman ya está muerto.
Son las 11 de la noche del 2 de febrero de 2014, y el actor, de apenas 46 años, uno de los más geniales de su generación, ganador de un Oscar por su asombrosa composición de Truman Capote, y dueño de una colección de nominaciones y premios, no pudo con su adicción.
La autopsia será clara. Causa de muerte: sobredosis de heroína.
Para muchos su muerte fue sorpresiva. Como lo eran, quizás, sus actuaciones. Solo Mimi O’Donnell -la mujer que conoció en 1999, lo acompañó en las luces y en las sombras y con quien tuvo a Cooper, Tallulah y Willa-, sabía que el final estaba cercano. Así lo contó en una extensa carta a la revista Vogue, pocos días después de la muerte del actor:
“Había estado esperando que muriera desde el día que comenzó a consumir de nuevo, pero cuando finalmente sucedió me golpeó con una fuerza brutal. No estaba preparada. No había sensación de paz, solo un dolor furioso por la pérdida. Lo más difícil -imposible- era pensar cómo le diría a los niños que su padre había muerto. ¿Cuáles serían las palabras?”.
Muchas veces había intentado escapar de esa adicción a las drogas que lo estaba consumiendo, a la que había entrado cuando solo tenía 20 años. Había estado 25 años sobrio, había pasado por Alcohólicos Anónimos, había ingresado a clínicas de desintoxicación, pero nada alcanzó.
Fue O’Donnell la que narró descarnadamente en esa carta cómo Phil no pudo resolver las adicciones que lo llevaron a la muerte. Ni el actor ni ninguno a su alrededor pudo hacer nada para rescatarlo del infierno en el que naufragaba.
Conmovida, ella rescató en la carta su absoluta honestidad y esa vulnerabilidad que lo hacía distinto.
“Desde el comienzo, Phil fue muy franco respecto a sus adicciones. Me contó acerca de su período de consumo excesivo de alcohol y su experiencia con heroína cuando tenía apenas 20, y su primera rehabilitación a los 22. Estaba en terapia y concurría a Alcohólicos Anónimos, como la mayoría de sus amigos. Estar sobrio y ser un adicto en recuperación, además de su actuación y dirección, era en lo que más se enfocaba en su vida”, recordó la mujer, también artista.
La honestidad de Hoffman era tan clara que incluso en épocas de estar sobrio le advertía a Mimi sobre los riesgos de permanecer a su lado. Tenía claro que aunque estuviera “limpio” eso no significaba que la adicción ya había sido superada. Incluso, le dijo que si ella era adicta a alguna sustancia, lo suyo debía tener un punto final. Pero el romance creció, llegaron los hijos y la vida como “nos vecinos más” en el Greenwich Village.
O’Donnell, en su catártica carta en Vogue, contó cuándo fue el punto de inflexión por el cual “su” Phil retornó al infierno. “El primer signo tangible vino cuando, de la nada, me dijo: ‘He estado pensando en que quiero probar en tomar un trago de nuevo. ¿Qué opinás?’. Pensé que era una idea terrible, y dije no. La sobriedad había sido el centro de la vida de Phil durante 20 años, así que definitivamente esto era una bandera roja. Empezó a tomar una o dos copas sin que pareciera un gran problema, pero en el momento en que las drogas entraron en juego, me enfrenté a Phil, quien admitió que se había apoderado de algunos opioides recetados. Me dijo que era solo esta vez, y que no volvería a suceder. Le asustaba lo suficiente como para que, por un tiempo, cumpliera su palabra”.
Para Phil su familia, su núcleo íntimo, era su sostén. Aún cuando estaba en la cima de su carrera luego de su interpretación de Truman Capote, no quería separarse demasiado tiempo de sus seres queridos. Lo necesitaba más que a nada en el mundo. Quería pasar el mayor tiempo posible con ellos. Y lo conseguía.
“Me pregunto si Phil de algún modo sabía que moriría joven. Nunca dijo esas palabras, pero vivió su vida como si el tiempo fuera precioso”, dijo Mimi en su columna. “De alguna manera, nuestro poco tiempo juntos fue casi como toda una vida entera”.
Para sus vecinos, no solo murió un gran actor, también un ser sencillo y entrañable: “Era como un embajador del Greenwich Village”, recordó uno de ellos. El ganador del Oscar se sentaba en los escalones del edificio, hablaba con todos mientras fumaba un cigarrillo y era amable con los turistas, como un guía improvisado del barrio.
Pero la droga lo llevó a un doloroso subibaja, lo minaba y se delataba como un demonio en esos vaivenes. Había días que lucía espléndido, bien vestido, afeitado, con el perfume que más le gustaba. Pero la metamorfosis aparecía de una manera cruel, y entonces se lo veía sucio, sin bañarse, como si fuera un vagabundo
La viuda también habló de la generosidad de su marido. “Era su mantra: tenemos para dar”. Y lo cumplía con todos. Sus amigos, sus allegados, colegas, gente cercana que necesitaba rehabilitación. En Alcohólicos Anónimos se describe a la adicción “como astuta, desconcertante y poderosa”, señala O’Donnell. “No entendía del todo que la adicción siempre acecha bajo la superficie, buscando un momento de debilidad para volver a cobrar vida”. Y eso fue lo que sucedió.
“Algunas de las cosas por las que atravesaba Phil eran comunes en los hombres de 40″, narró. Pero puntualizó en la muerte de alguien muy cercano a su marido, aunque no familiar: su psicólogo. “Fue devastador”.
Cuando Philip Seymour Hoffman comenzó con los ensayos de la película Death of a Salesman, se mantuvo lejos de las droga. La adrenalina de la filmación, la intensidad del set, hizo que se concentrara solo en eso, que ya no necesitara de las drogas. Cada tanto, sí, tomaba una copa. Pero su fortaleza duró lo mismo que el rodaje. Y volvió de la manera más brutal a la heroína.
Estaba aterrorizado por usar otra vez esa droga que lo estaba matando. Pero no podía con su adicción. Su esposa Mimi lo enfrentó:
-Vas a morirte. Eso es lo que pasa con la heroína.
La angustia se instaló en el hogar. Cada noche, cuando él salía, ella se preguntaba: “¿Volveré a verlo de nuevo?”.
La situación se tornó desesperante.
Descarnada, Mimi contó: “Phil intentó parar por su cuenta, pero la desintoxicación le causó un dolor físico agonizante, así que lo llevé a rehabilitación. En algunas de las conversaciones que tuvimos mientras estuvo allí, Phil era tan abierto y vulnerable como en los momentos más íntimos de nuestro tiempo juntos. Entre un día o dos de su regreso, comenzó a consumir nuevamente. En casa, se comportaba de manera diferente, y estaba poniendo ansiosos a los niños. Ambos pensamos que algunos límites serían útiles y, entre lágrimas, decidimos que se mudara a un apartamento a la vuelta de la esquina. Nos ayudó a mantener un poco de distancia, pero nos permitió a todos estar juntos tanto como era posible, él todavía caminaba con los niños a la escuela, y todavía teníamos cenas familiares”.
Cuando se dio cuenta que estaba a punto de perderlo todo, Hoffman decidió una vez más regresar a rehabilitación. Recibió la visita de su esposa y de los tres niños, de diez, siete y cinco. Los chicos comenzaron a hacerle preguntas y él respondió con honestidad. No habló de heroína, pero sí de su adicción. Cuando se despidieron todos lloraron. Mimi sintió que a pesar del dolor, el encuentro les había hecho bien como familia.
En noviembre el actor volvió a su casa. Deseaba mantenerse sobrio. Y lo hizo durante los tres meses que siguieron. Pero para su esposa fue una lucha desgarradora. “Por primera vez me di cuenta que su adicción era más grande que nosotros. Pensé: no puedo resolver esto. Era el momento de dejarlo ir”, reveló Mimi.
La conversación con Philip fue dramática. Y ella concluyó con una frase desesperada:
-No puedo monitorearte todo el tiempo. Te amo, estoy aquí por ti, y siempre estaré aquí para ti. Pero no puedo salvarte.
En enero Hoffman estuvo en el rodaje de Los juegos del hambre. Philip estaba en Atlanta, Mimi en Nueva York. Financieramente, el actor ya había trasladado todo a su mujer. Sabía, íntimamente, que con su estado de adicción no podía manejar ya nada. Quería protegerla a ella y a los niños. Mimi insistió para que volviera a rehabilitación. Pero ya ese camino parecía imposible.
El día que Philip Seymour Hoffman volvió de Atlanta, al anochecer comió en un bar, sacó 1.200 dólares de un cajero en seis operaciones de 200 cada una y se fue al pequeño departamento en el que vivía a la vuelta de su casa. Le dejó el mensaje a su amigo y dramaturgo David Bar Katz: ”¿Vamos a ver el partido de los Knicks esta noche?”.
Luego, en soledad, tomó la jeringa con heroína. Y la clavó en su brazo izquierdo.