Se metió en un chat en Floresta y una historia de amor lo llevó hasta Londres y Atlanta: la vida del periodista Adrián Sack
Escribía para la revista Impacto, pero su vida dio un giro. La cara diaria de América TV en el exterior hoy disfruta de una casa de tres plantas con siete habitaciones. Pero quiere volver.
En el aeropuerto de Atlanta ya están familiarizados con el extravagante contenido de su valija. Cada vez que vuelve tras una visita a la Argentina, el hombre carga con 10 docenas de medialunas amasadas por su mamá.
También transporta grandes hormas de queso fresco y kilos de yerba y alfajores. Un cargamento que a Adrian Sack le permite reproducir su Buenos Aires natal en la sede mundial de Coca-Cola.
El huracán Irma, la masacre en un centro comercial de Texas, la pandemia en el estado de Georgia, alguna evacuación de la Casa Blanca. Detrás de la conexión de América TV con los Estados Unidos está él, un personaje que puede hacer una docena de salidas por día intercalando el dato duro con el color del "Gualeguaychú estadounidense" (el carnaval Mardi Gras, en Nueva Orleans). La curva de su sonrisa sube y baja según el grado de adversidad, pero nunca se le borra.
Vive en una casa típica de los suburbios de Atlanta, en el barrio de Buckhead, en Sandy Springs. Siete habitaciones repartidas en tres plantas, garage para dos autos, jardín, gimnasio, microcine, mini-estudio de TV, banderas de ceremonia estadounidense y argentina.
En Londres, cuando vivía en un departamento de St. John's Wood, a metros de la senda peatonal de Abbey Road, cruzaba con frecuencia a Paul McCartney. En Madrid solía encontrar en la farmacia al vecino Héctor Alterio o a los galácticos del Real.
¿Cómo llegó un pibe de Floresta, ex redactor de la revista Impacto, a pararse a metros de Donald Trump y a exportar sus coberturas? Todo empezó con un clic. Se metió en un chat y algo lo plantó en Inglaterra, y después en España para saltar desde allí a Estados Unidos. Ese algo fue el amor. La gran protagonista de esta historia es Laura.
A mediados de los noventa, la plataforma de mensajería ICQ (sigla de "I seek you", te busco en inglés), revolucionó la forma de comunicarse. Fue a través de ese canal que la vida de Adrián Alberto daría un giro inesperado. Un día entró, buscó la palabra "argentinita" y entre las propuestas de usuarios para conversar estaba la dama que lo llevaría a probar suerte a 11 mil kilómetros.
Adrián nació una Nochebuena, en el Hospital Rivadavia. 24 de diciembre de 1973. "Ese día habían decorado la maternidad porque iba a visitarla Isabel Perón, que finalmente canceló", cuenta obsesivo por el detalle. La criatura asomó al mundo a las 19.20, por parto natural, y la familia brindó en una sala de espera, mientras las enfermeras intentaban convencerlos de que por la fecha especial al bebé debían llamarlo Jesús o Nazareno.
Al día siguiente, con el alta médica, el clan (madre, padre, hermanito de cinco) subió a un Siam Di Tella celeste y empezó una nueva vida. El pequeño Adrián, que a medida que crecía se obsesionaba con los motores y desarmaba relojes, tenía sueños infantiles de ingeniero electromecánico.
Antes del destino en Europa, el árbol genealógico ya lo conectaba con ese continente. Rama materna checa, rama paterna alemana, a principios del siglo XX, don Hans Sack, el abuelo, alemán del Volga, se había instalado en el norte de Paraná. Los padres de Andrés, ambos mesopotámicos, se conocieron en un baile del club italiano de Caballito. Papá Sack era pintor de paredes, cuentapropista. Mamá Sack, repostera artesanal. "Una familia de clase media, sin sueldo fijo, sin aguinaldo, sin estabilidad económica", explica Adrián.
Hasta los 28 años vivió en la misma casa grande de Floresta. Cursó la primaria y la secundaria en el Instituto San Pedro Nolasco de Caballito. Gran parte de sus tardes transcurrieron en el Club Ferro Carril Oeste, en plena era deportiva dorada, los '80. La colonia y los amigos terminaron por generar un fanatismo verde que hoy exhibe con orgullo, carnet en mano número de socio 3816. Desde el Norte arenga en su cuenta de Instagram @adriverdolaga.
En octubre de 1999, después de rendir el último final de Comunicación (Planificación de la actividad periodística), volvió a su casa y su hermano le mostró la novedad: ICQ. Como jugando, comenzó a explorar el chiche virtual y encontró del otro lado a una ingeniera industrial de Longchamps. "Hice ante ella un personaje vulgar, pero me dio una oportunidad, intercambiamos fotos y tuvimos una primera cita fallida", cuenta. "La invité a la avant premiere de Tienes un e-mail, no fue, pero seguimos hablando y nos encontramos en Belgrano, justo en una cabina roja como de Londres. Una señal del destino: terminamos viviendo en Londres por su trabajo".
"Antes del primer encuentro yo le había avisado cómo iba a ir vestido, de negro. Llegué, la vi de espaldas y cuando se dio vuelta fue un flechazo", repasa a más de 20 años de su boda. "Al principio tenía miedo, éramos mundos distintos, yo todavía vivía con mis padres, ella estaba en una etapa de madurez, de independencia, que a mí me causaba fascinación. Fueron dos años y dos meses de novios, pero ya le había propuesto casamiento al mes y medio de conocerla".
Al "sí, quiero", en 2001, le siguió una luna de miel en Valeria del Mar. Todo indicaba que el matrimonio sería convencional, pero no convivieron hasta meses después. "Ella se fue a trabajar a Londres y vino a buscarme en enero de 2002. Los primeros tiempos de casados fueron a puro Internet y tarjetas de larga distancia. Laura siempre tuvo una gran fe en mí. Yo nunca había salido del país, vendí mi PC de escritorio y con esos 600 dólares financié parte del pasaje. Fueron siete años en Inglaterra y cinco en Madrid".
Vivieron la primera etapa en Londres gracias a un préstamo para estudiantes. Él empezó a colaborar para La Nación, con notas sobre patacones y otras rarezas argentas, y se las rebuscó dictando clases de español para los compañeros de su mujer. Solía hacerles escuchar a Los auténticos decadentes como parte de la enseñanza del lenguaje coloquial.
Para 2003 se mudaron a Richmond. Adrián ya trabajaba como corresponsal para El mundo de España y para radios argentinas. Su relación con la televisión se dio por una convocatoria del programa Desayuno, con Victor Hugo Morales, pese a la negación inicial: "No quería salir en cámara. No sentía que fuera para mí, pensaba que otros podían hacerlo mejor".
Un niño periodista
Mucho antes que la televisión, estuvo el periodismo gráfico. A los diez años se le ocurrió armar un periódico escolar, al que bautizó "Qué pasa", y en el que se autoproclamó director. Su gestión fue un éxito: escritura a máquina, fotocopias y un "canillita" que vendía los ejemplares en los recreos. El medio infantil duró dos años y le confirmó la vocación.
Sin titubeos, terminado el secundario se inscribió en Ciencias de la Comunicación. Su tiempo se dividía entre la cursada en la UBA y un trabajo de cuatro horas como cadete de productores de seguros en el que cobraba 300 pesos al mes.
Sus primeros trabajos de prensa llegaron al año y medio, en Comunicación de la Unión Profesionales Ópticos. Después, llegó el turno del periodismo y la producción radial, entre una editorial y Radio El Mundo. Se ríe cuando recuerda la primera nota publicada en Revista Impacto (que en aquellos años anunciaba en tapa "solo $ 1,50"): la misión fue escribir la historia de un hombre que atesoraba una rama en la que se veía desdibujada la imagen de Cristo crucificado. Un cristiano terminó comprando el objeto "sagrado" por 5.000 dólares.
El paso siguiente fue inscribirse en el Máster de Periodismo del diario La Nación y sumar conocimientos de inglés y de alemán. Desde 2002 y hasta 2014 escribió para ese medio.
?Con lo ahorrado en tantos años de trabajo en el exterior, con su pareja pegaron la vuelta en 2013, y como parte de un proyecto de inversión inmobiliaria construyeron un edificio en Devoto. ?La carrera brillante de Laura, con ofertas irresistibles, volvió a animarlos a cruzar otra vez la frontera. Ella tomó la presidencia de una empresa, mientras Adrián intervenía en coberturas periodísticas ligadas a Máxima Zorreguieta y a la asunción del Papa Francisco.
"No podía cortarle la carrera a Laura. Mi manera de quedarme en la Argentina fue trabajar para medios del país. Sabía que no había presupuesto para un camarógrafo afuera y ella me bancó, me dijo 'te hago de camarógrafo los sábados'".
Entre los hechos periodísticos más dolorosos recuerda el atentado del 7 de julio de 2005 en el subte de Londres. Sortear cadáveres, documentar el dolor sin traspasar un límite ético. El resto de su millar de crónicas tuvo que ver con sucesos menos desgraciados.
De manera estable, cumple cinco años trabajando para el canal palermitano, América. Se autopercibe "chapado a la antigua" y con gran conexión "con la gente mayor". Capaz ?de responder uno a uno en Twitter a los agresores, en su cuenta pueden leerse mensajes dedicados a antivacunas y terraplanistas. "Me llamás 'Paparulo'. Avisame cuando llegues al borde de tu Tierra plana. No te vayas a caer".
Entre los miedos que tuvo que sortear en otras tierras, uno de los primeros fue la amaxofobia, la fobia a conducir un vehículo. "A pesar de haber rendido examen en 1994, empecé a manejar recién en 2013, cuando en la Argentina me anoté en 16 lecciones de manejo y aprendí a conducir un Focus Ghia automático que todavía tengo en el garage de Buenos Aires. Hubiera sido imposible vivir en Atlanta sin auto".
Su jornada estadounidense comienza llevando a sus dos hijos a la escuela. Desayuna con noticias, respeta la rutina del gimnasio en casa y, a continuación, se encarga de la preproducción de sus salidas televisivas: "Yo estoy solo, sin camarógrafo, sonidista, ni productor, así que mi trabajo es grande y lleva su tiempo. Leo mucho, busco mucho, descarto, y espero. A veces puedo esperar más de una hora antes de una salida al aire. No tendría tiempo para otro trabajo, porque además me ocupo de ir a buscar a los chicos, llevarlos a sus actividades extra, hacer las compras", explica. ?
Lo metódico de su modo se combina con el azar. A pesar de planificar cada mañana, su día a día puede ser una tómbola. "Como recuerdo tenso, por ejemplo, tengo una cobertura para el noticiero en un negocio de decoración navideña. No entendían el español, me escuchaban hablando sobre variante Ómicron, me rodearon y me sacaron del local. Agarraron la cámara y me dijeron 'pediste permiso especialmente para hablar de alegría navideña, te vas'. Acá es así. No podés decir una cosa y hacer otra".
"Mi casa es un consulado paralelo", bromea la contracara del "Vikingo" Christian Martin. En cada tour periodístico en el que Sack se cruza con algún rioplatense termina invitándolo a un asado. Hoy su móvil puede anclar en el Rockefeller Center; mañana, tal vez, pueda ser desde La Salada...
"Menos mal que te fuiste. ¿Qué vas a querer hacer en este país vos, no vuelvas ni loco. Eso me dicen a menudo los argentinos. Yo sí pienso en volver. Gané mucha experiencia afuera, pero perdí muchos años no estando en la Argentina. No crean que eso no pesa. No quiero valer porque estoy afuera, que me valoren por estar en el primer mundo. Quiero gustar por cómo cuento las cosas, por quien soy, por cómo me comprometo con el trabajo".
"Lo que soñaba en quinto grado, cuando hacía el periódico escolar, se cumplió", regala su balance antes de salir disparado a un móvil el que remarca que tiene club de fans virtual, un grupo "sackista" que puede hacer de sus caras ocurrentes un meme desparramado por la nube. "Yo me quiero dar revancha en la Argentina. Tal vez sea un anciano cuando pase, pero siento que va a pasar".