Está claro que no es la democracia la que está en deuda con la Argentina y los argentinos. A 38 años de haberla recuperado, desde aquel día en que Raúl Alfonsín tomó el control del país y comenzara a conducirlo con todo el peso sobre sus espaldas de aquella sentencia que compartiera con un pueblo que explotaba de esperanzas al escuchar su discurso de asunción ante el Congreso, esa que afirma que con la democracia “no sólo se vota, sino que también se come, se educa y se cura”, los ciudadanos de este país no han dejado de vivir un solo día de desazón en desazón, de frustraciones varias, una tras otra, aguardando el despegue de una nación que no sólo no se da nunca, sino que a la vez sorprende por ese menú inagotable de alumbrar e inventar trampas al sentido común y tapones de arena a los caminos que pudieran conducirla hacia las soluciones.
El mundo civilizado y desarrollado vive en democracia, con sus errores y aciertos, pero siempre avanzando con mejoras continuas a la calidad de vida de sus ciudadanos. En 38 años de una continuidad y estabilidad institucional sin antecedentes en toda su historia, si hay algo de lo que Argentina se tiene que avergonzar es de no haberse dado a sí misma una dirigencia política, social, económica y cultural con la suficiente capacidad para sacarla adelante.
Por el contrario, cuando mal se habla y se repite como una cantinela el rosario de deudas que ha acumulado la democracia desde 1983 a esta parte, en realidad se esconde con ello y se evita mencionar la falencia más cruda y brutal de la que sí habla el mundo cuando se ocupa de la Argentina: de la tremenda incapacidad manifiesta de la que hace gala, muchas veces, inconscientemente –lo que no deja de constituir un drama mayor todavía– para dar con las medidas acertadas y concretas, y aplicarlas como corresponde.
La miopía constante, y el hecho de no estar nunca a la altura de las circunstancias, queda demostrado en cada cambio de gobierno y en cada uno de los anuncios de las supuestas nuevas políticas que se van a implementar y que no son otra cosa que un camelo, una engañifa eterna que mantiene a todos en medio de una ciénaga sin que nadie se termine por hundir nunca, pero tampoco sin posibilidad de salir a flote.
En 38 años, todos los indicadores sociales fueron de mal en peor. La pobreza, la inflación, el salario real y el desempleo mostraron un deterioro constante sólo interrumpido por algunos períodos en los que, por sobre todo, el contexto internacional ayudó a que mostraran mejoras, más que por la concurrencia de reformas y transformaciones que siempre se han enunciado, pero nunca se aplicaron, claro está.
El economista Orlando Ferreres sistematizó, algunos años atrás, el impacto de la inflación en la Argentina: durante el alfonsinismo, entre 1984 y 1989, el impuesto a la pobreza, la inflación, se movió con un promedio de 471 por ciento; entre 1990 y 1999 fue de 58,2 por ciento; en los cuatro años que corrieron entre De la Rúa y Duhalde (1999 y 2003) fue de 9 por ciento y en el kirchnerismo, desde el 2004 y el 2014, fue de 19,2 por ciento. El mismo trabajo aportó, como una referencia de la decrepitud de los últimos tiempos que, durante las guerras de la Independencia, entre 1810 y 1820, el nivel inflacionario promedio alcanzó el 2,8 por ciento.
La pobreza comenzó a medirse oficialmente desde 1988 en adelante. Los cálculos privados indican que, en 1982, meses antes del ascenso de Alfonsín al poder, el número de pobres alcanzaba el 22 por ciento en el Gran Buenos Aires. Los primeros años de la democracia, con Alfonsín, llegarían con mejoras: en 1985 la pobreza se estimaba en 14 por ciento, pero, hacia fines de aquel gobierno, en mayo de 1989, ya se encontraba en 20 por ciento, de acuerdo con un estudio que publicó el sitio especializado en temas económicos Economía y Política. La hiperinflación de aquel año haría subir el índice de pobres al 38 por ciento de los hogares argentinos.
En los últimos 20 años la historia de la pobreza está un poco más fresca: con Néstor Kirchner bajó al 37 por ciento; con Cristina Fernández de Kirchner llegó al 30, aunque se cree que, tras el apagón estadístico que provocó aquel gobierno, la pobreza pudo haber alcanzado el 40 por ciento. Con Mauricio Macri se ubicó en el 35 por ciento y con el actual de Alberto Fernández, llega al 42 por ciento.
El Observatorio de la Deuda Social de la UCA acaba de revelar que, según sus datos, los pobres en el país han superado la cifra de 19 millones de personas. La mitad de los chicos son pobres y casi el 70 por ciento de los jóvenes vive en hogares pobres. Tanto los chicos más chicos, como los jóvenes que han superado la adolescencia, en su gran mayoría no han visto a sus padres ni a sus abuelos trabajar. Y aquellos que lo han conseguido son tan precarios e inestables que no les permite salir de la situación en la que están.
Una deuda vergonzosa e inmoral de tantos años que sólo por una actitud irresponsable y bochornosa de una parte de la sociedad, de la que tiene más que aportar y que dar, se le carga a la democracia.