De todas las instituciones democráticas caídas en desgracia, tal vez la Justicia sea la que mayor preponderancia tenga para comprender que el futuro es más oscuro que lo que indica la realidad política, económica, financiera y social.
Del resto de los poderes del Estado, poco se puede esperar. Cada uno está en su juego, cuidando sus intereses y repitiendo como un mantra que atraviesa décadas un discurso sobre la necesidad de un gran acuerdo nacional. No es más que una perorata con corrección política. En realidad, poco les interesa modificar un ápice la posición acomodada que lograron conseguir. En todo caso, lo harían realidad si ese gran consenso incluyera una suerte de amnistía e indultos generalizados. Una suerte de blanqueo. Borrón y cuenta nueva. No tanto por la grandeza la patria, sino para garantizarse impunidad.
De todos modos, con el Poder Judicial atravesado por intereses políticos, que los delitos de corrupción terminen en condena no es más que una expresión de deseo. Ni a jueces ni a fiscales les interesa hacer justicia en casos semejantes. Es salir del lugar del confort. Prefieren dilatar las causas o inventar estadíos procesales para zafar de semejante desafío. El imperio de la ley es sólo para perejiles. El resto, un festival de tráficos de influencias y decisiones corporativas. A los magistrados nadie los controla. Los organismos políticos como los consejos de la magistratura, tanto nacional como provinciales, son reductos de rosca y negociación. No importa si se trata de funcionarios corruptos, haraganes o incompetentes.
La idea es que sean funcionales. Por eso, jueces acusados de delitos gravísimos continúan en actividad y, cada tanto, aparecen casos como el de Lucio, o los sobreseimientos inexplicables o los procesamientos plantados por jueces que desaprobaron sus exámenes..