Es martes, Catalina Hornos, de 36 años, acaba de dejar en el jardín a tres de sus 10 hijos. Está apurada porque tiene que llegar temprano al hogar de niños que dirige en la ciudad de Buenos Aires. Hace unos días regresó de El Impenetrable chaqueño y en unas semanas volverá a viajar para seguir de cerca el trabajo de la fundación que preside y que lucha contra la desnutrición infantil. Pasa gran parte de su tiempo en movimiento. “Hay que hacer algo si se quiere cambiar la realidad”, explica.
Hace 15 años, la psicopedagoga y psicóloga fundó Haciendo Camino, una organización que hoy cuenta con 12 Centros de Desarrollo Infantil y Fortalecimiento Familiar en las provincias de Santiago del Estero y Chaco, y lleva diagnosticados nutricionalmente a más de 20.000 niños y niñas. Fue allí donde conoció a sus siete hijos más grandes, que son adoptivos.
Todo comenzó en Añatuya, una de las localidades más pobres de Santiago del Estero. Catalina viajó invitada por una amiga para realizar tareas de orientación vocacional a chicas de 5° año de una escuela secundaria, mientras terminaba su carrera en la Universidad Católica Argentina. Regresó conmovida por las carencias de muchas familias, la falta de salud, de educación, de agua potable, de comida y de un futuro mejor. Fue entonces cuando decidió volver. Y lo haría incontables veces, hasta que se quedó a vivir en una escuelita donde hacía apoyo escolar.
La joven estudiante terminó instalándose seis años allí y fue gestando Haciendo Camino. En esos años, acogió a varios chicos que, por distintas situaciones, habían tenido que ser separados de sus familias de origen, porque no había lugar para ubicarlos. En 2012 llegaron cuatro hermanos, luego dos hermanas, y algunos años después, se sumó otra niña. Todos comenzaron a ver a Hornos como una figura de referencia en el lugar. Con el paso del tiempo, Celina (22 años), Carmen (20), Patricia (19), José (16), Guanda (14), Abigail (12) y Antonella (10), se convertirían en sus hijos.
“Con una realidad como la de Añatuya, empecé a ver que había chicos que no tenían dónde ser alojados, comencé a recibirlos en casa y el tiempo empezó a pasar. Se transformaron en mi familia, ellos me eligieron como mamá y yo los elegí como hijos a partir del vínculo que habíamos generado”, reflexiona en diálogo con LA NACION.
Su hija más grande, que apenas tenía 13 cuando conoció a Catalina, hoy tiene 22 años, estudia Trabajo Social y tiene un trabajo que le permite afrontar los gastos de la facultad. Recientemente, según cuenta su mamá, se mudó con su novio. “Fue a la que más le costó adaptarse a Buenos Aires. A ella y a mí. Estábamos muy acostumbradas a la vida de pueblo”, rememora.
Tenía 30 años cuando decidió regresar a Buenos Aires. En la Ciudad había quedado su pareja, Jorge De All, de quien “estaba enamorada y con quien tenía el deseo de proyectar una familia”. Pero estaba segura de algo: “Si me volvía era con los siete chicos, porque yo era su referente”, recuerda.
Fue así como sucedió. En 2015, Catalina viajó con la tutela de los chicos. Jorge ya tenía una hija, que integra también la gran familia ensamblada. Con el paso del tiempo, la pareja tuvo otros tres, Baldomero (5), Emilia (3) y Federica (2). “Cuando nacieron los hijos biológicos fueron los que terminaron de ensamblar la familia, son tan hermanos de los demás como hijos míos, se vuelve un vínculo muy fuerte para todos”, asegura.
“Para los más grandes a veces puede ser difícil porque son los que ayudan con los pequeños. Pero para los chiquitos, es una fiesta tener un montón de hermanos. Entre ellos se llevan bien, los conflictos son conmigo, nunca entre ellos. La división del apellido en la vida práctica no existe: son todos hermanos y se vinculan más o menos de acuerdo con la edad de cada uno”, cuenta.
Se define como una madre exigente y estructurada. “Para mantener el orden, hay cosas que entre todos tienen que respetar”, dice. Todos los días, lleva a sus hijos más chicos a la escuela y sale a trabajar, regresa para el mediodía a almorzar y vuelve a salir. Por la tarde, sus hijos tienen horarios estipulados y distintas formas de hacer la tarea. “Luego se bañan y se van a dormir temprano. Los tres más chicos duermen a las 21, los de la primaria se acuestan a las 22 y los de secundaria, a las 23″, repasa en su cabeza. Y se sincera: “Es que si no te volvés loca”.
Para poder llevar adelante esta gran familia, explica que hay muchas personas que acompañan a sus hijos santiagueños desde lo afectivo, como así también brindándoles ayuda económica para cubrir algunos de sus gastos, como la cuota de la escuela y actividades recreativas. “Son como tíos, los padrinos son personas que están muy presentes desde que llegamos a Buenos Aires”, detalla Catalina.
Adopción y prejuicios
Con su historia en la mochila, Catalina invita a las personas al encuentro con el otro y sostiene que muchas familias pueden acompañar a chicos que están en hogares, desde distintos lugares. Para ella, el mayor problema reside en los prejuicios y el temor que existen en la sociedad a la hora de adoptar chicos grandes.
“Mis hijos casi todos tienen una historia de mucho dolor previa, relacionadas con abusos y maltratos. Creo que se deberían generar o implementar más programas que promocionen la adopción de chicos más grandes para que la gente pueda entender que detrás de esa máscara, de conductas violentas o disruptivas, hay un chico que sufrió muchísimo, que necesita de una familia como cualquier otro para vivir como un niño”, detalla.
Además, lanza un fuerte cuestionamiento a la actitud pasiva que a veces predica la sociedad. “No hay que quedarse detrás del número ‘50% de niños pobres’ -asegura-, sino involucrarnos con las familias, porque creo que el cambio viene de conocer a las personas y poder comprometernos con ellos”. También habla de dar oportunidades y menciona una frase que le encanta y que dice que repite siempre: “Lo malo en este mundo no es la maldad de los malos sino la pasividad de los buenos”.
En este sentido, considera que hay que salir del lugar de la queja y transformar esa queja en acción “para hacer algo que transforme la realidad”. “La Argentina está acostumbrada a quejarse todo el tiempo de lo que hace el otro y no vemos todo lo que podríamos hacer nosotros. Salgamos de ahí y transformemos eso en acción para el otro”, exhorta.
Arduo, pero gratificante
Los últimos años, Catalina los pasó recorriendo las provincias de Santiago del Estero y Chaco y haciendo relevamientos nutricionales para fundar centros en distintas localidades, la última se inauguró en Colonia Dora.
Desde 2019, pasó a estar al frente del Hogar María del Rosario, un hogar porteño de niños sin cuidados parentales, y sigue viajando cada dos o tres meses al norte del país para seguir paso a paso el trabajo de la organización que fundó, que hoy tiene 200 empleados.
A veces, dice, llevar adelante la fundación “es como remar en dulce de leche”, pero hay algo que a Catalina siempre la inspira a seguir adelante: “Nuestro foco está en cambiar la realidad de cada familia que tocamos. Eso es lo que nos da la energía para seguir y no dejar de hacerlo”, afirma.
Cómo ayudar
Haciendo Camino trabaja para mejorar la calidad de vida de familias en situación de extrema vulnerabilidad social en el Norte argentino. Sus programas están dirigidos fundamentalmente a asegurar la correcta nutrición y el desarrollo integral de niños de hasta cinco años; acompañar, capacitar y empoderar a mujeres y madres desde el embarazo en adelante; fortalecer a las familias y a las comunidades. Necesita sumar la colaboración de donantes mensuales que les aseguren a los niños y niñas con desnutrición y en riesgo social el tratamiento nutricional que tanto necesitan para tener un futuro con oportunidades. Este año la organización cumple 15 años y está realizando una campaña bajo el lema “Esta Argentina no se viraliza”. La misma busca sumar más de 2000 madrinas y padrinos. Para sumarse, ingresar a su web haciendo click aquí. También se puede llamar al teléfono 5199-6482 o contactarlos por redes sociales: Instagram / Facebook.
María Pettinelli