MADRES: “Abrigate, porque esta noche va a refrescar”

El autor del libro “Mamá, una historia íntima”, narra cómo fue la despedida con su madre. Por Jorge Fernandez Diaz
Una historia de amor, enmarcada en el dolor de la separación
Una historia de amor, enmarcada en el dolor de la separación

Durante una noche del penúltimo invierno, cuando arreciaba el aislamiento de la cuarentena eterna, creí soñar que una variante metafísica del Zoom me ponía secretamente en contacto visual con mi madre. Yo permanecía en la madrugada cerrada del desdichado y apocalíptico 2020, y ella me hablaba desde el lejano 2012: todavía estaba rozagante y lúcida, sin asomo de aquella triste niebla del Alzheimer que luego la devastaría, y por lo tanto mantenía su elocuencia rabiosa acerca de las penurias argentinas y su fino análisis crítico sobre mis artículos dominicales.

Yo ni siquiera estaba emocionado con el reencuentro, puesto que simplemente parecía un capítulo más de nuestro eterno diálogo de toda la vida, hasta que algo -un breve detalle que ahora no soy capaz de recordar- me hizo comprender que ese Zoom no conectaba con el pasado sino con el más allá, y que Carmina estaba efectivamente muerta. Fue entonces cuando intenté por todos los medios retenerla en la pantalla: contarle mil anécdotas de estos últimos años en los que dejamos de vernos, y ponerla al tanto de las últimas noticias del país y del mundo, en una carrera desesperada para no volver a perderla.

No quería revelarle cuánto dolor me había provocado su despedida y cuánto la echaba de menos, para no preocuparla y para no caer en sentimentalismos que ella no habría tolerado. Me mordía los labios y se me agitaba el corazón en esa simulación angustiosa, cuando imprevistamente mi madre guardó silencio, bostezó sin ruido y me anunció: “Bueno, Jorgito, te dejo porque quiero dormir un rato”. Me saludó con la mano y antes de desconectarme, con un pie en el estribo de la eternidad, agregó su sempiterno consejo: “Y abrígate, porque dicen que esta noche va a refrescar”.

La pantalla se volvió negra y esa misma noche cayó sobre Buenos Aires una fina, helada e hiriente garúa.

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