Pocas veces en la historia argentina un fallo estuvo tan condicionado por el acusado. La acusada, en este caso. No hay forma de que el tribunal 8 pudiera haber producido el fallo que produjo si en el banquillo no hubiese estado Cristina Fernández de Kircher.
En una cadena de sucesos que arrastran el caso hasta la vergüenza ajena, ella, Cristina, la acusada principal, hizo lo que quiso y manejó su propia causa antes de sentarse en el banquillo, que no tocó nunca.
Lo que quiso era que el juicio no comenzara jamás. Lo logró con un tribunal que actuó desde el primer día bajándose la venda de los ojos, mirando y viendo a Cristina. A partir de ese momento, la ley dejó de importar.
Los juristas dan un ejemplo magnífico de un caso donde el juicio debería suspenderse: el tribunal va a juzgar a alguien por un homicidio pero el día anterior se presenta el muerto, caminando, vivito y coleando, y les dice: “Señores, estoy vivo”. No habrá entonces juicio por homicidio, porque el homicidio no existió.
No hay ninguna otra razón para evitar el debate oral, que es el ámbito natural de la justicia transparente.
Acá no apareció ningún muerto caminando. Más bien todo lo contrario.
Cristina inventó una audiencia preliminar que no existe para hacer una defensa política a su medida. Es mejor defenderse en un monólogo que ante testigos y pruebas objetivas. Es mejor para la imputada, pero no es justo.
Que la audiencia preliminar no existe no es una metáfora ni una simplificación analítica: no existe en el Código Procesal Penal. No está contemplada. No figura.
Lo admitió el propio tribunal: “Si bien la audiencia oral y pública solicitada no se encuentra prevista en el Código Procesal Penal para resolver nulidades, no hay ninguna razón para desalentar su celebración”.
¿Y qué razones tuvieron para alentar la celebración de algo que no está en la ley? Otra vez, lo respondieron ellos mismos, al hablar de un juicio con “pluralidad de imputados, la investidura de algunos de ellos y las cuestiones de orden geopolítico que se encuentran en juego”.
Es decir, que estaba bien si a la señora de la investidura le parecía lo correcto. Como lo pide una ex presidenta y actual vicepresidenta, entonces sí.
Nunca quedó tan patente que la igualdad ante la ley que soñaron los fundadores de la república es puro humo. Un humo tóxico.
Cristina se sentó entonces con un límite de tiempo fijado por zoom y habló el doble de lo que le habían asignado. El tribunal no la interrumpió nunca. Y ella, a esa altura ya la dueña de la causa, planteó que debía ser sobreseída tanto como sus coimputados porque, entre otras cosas, algunos de ellos “eran chiquitos cuando volaron la AMIA”.
Los acusaban de encubrir a los autores del atentado con un pacto firmado 19 años después del ataque terrorista. No de poner la bomba.
Tras oir a todos los imputados, el fiscal opinó que no había razón para no hacer el juicio, que para eso está: un debate oral es para defenderse, escuchar a los testigos, ver las pruebas y resolver con todos los elementos si alguien es culpable o inocente.
El fiscal dijo que nada de lo que Cristina aseguraba sobre el “armado” de la causa -donde participaron previamente una docena de jueces y fiscales que estuvieron de acuerdo en sostener la acusación- estaba probado como para que justificara evitar el debate.
Pero el tribunal parecía tener la decisión tomada desde el día en que habilitó la audiencia inventada. ¿Para qué lo harían sino para sobreseerla y cumplirle a Cristina el sueño difícil de no sentarse en el banquillo ni un día?
Aunque los jueces tengan una posición respecto del Memorando con Irán, ¿cómo saben que ninguno de los 300 testigos previstos iba a aportar ninguna prueba diferente sobre el armado de un plan para darles impunidad a los terroristas, que es lo que denunció el fiscal Nisman? ¿Cómo pueden arrogarse semejante facultad sin oirlos?
Uno de los testigos previstos era el ex espía Jaime Stiuso, quien ya había dicho que en un momento Cristina le pidió que abandonara la investigación sobre Irán.
¿Y si este testigo, o cualquier otro, aportaba elementos desconocidos o contundentes a favor de que el memorándum con Irán sólo era una herramienta para el pacto real, que era darles impunidad a los terroristas?
Cristina podría haber sido absuelta en el juicio. Declarada inocente. Lo mismo que cualquiera de los otros imputados. Eso es lo que hubiera correspondido si, tras todas las audiencias, no había pruebas en su contra o ninguna de ellas era capaz de traspasar el umbral de la duda.
Pero sobreseerla antes de juzgarla es inédito en un caso de esta trascendencia y en esa instancia, cuando lo único que debía hacerse era empezar el juicio.
Asoma entonces la peor cara de la justicia delivery: hacer fallos a la medida de quien está sentado en el banquillo para consagrar la impunidad anticipada. No hay sentido común que resista semejante arbitrariedad.