“Viví muchas cosas malas pero elijo quedarme con lo que aprendí”, sentencia Bruno Postigo. Tiene 23 años: tres de ellos los pasó en la cárcel, yendo de penal a penal por un delito que no cometió. Sabe cómo se vive en los pabellones.
Lo acusaban de integrar una banda que intentó copar la comisaría de San Justo para liberar a un detenido. En el proceso el grupo se tiroteó con la policía y dejó parapléjica a una de las oficiales. Leandro David Aranda -el preso que iba a ser rescatado-, su esposa Zahira Ludmila Bustamante, Tomás Axel Sosa y Sebastián Ariel Rodríguez fueron condenados a 50 años de prisión por tentativa de homicidio e intento de evasión. Una quinta persona, Gonzalo Fabián D’Angelo, recibió una pena de 8 años como partícipe secundario. La abogada Leticia Tortosa fue condenada a 3 años de prisión condicional e inhabilitación por el mismo período. Dos personas fueron absueltas. Una de ellas era Bruno. Se lo acusaba de haber hecho una falsa denuncia del robo de uno de los autos que usó la banda.
“Hubo un patoteo psicológico de parte de la brigada insistiendo en que yo había entrado a la comisaría. Me decían que me había cortado el pelo a propósito ese día y que por eso tenía el pelo muy corto y la barba rebajada. Trataron de manipularme y hasta insinuaron con pegarme para que confesara algo que no era”, afirma Postigo. Y sigue: “Yo estaba tranquilo -dentro de todo- diciéndoles la verdad. Uno de ellos comentó eso: ‘Te veo muy tranquilo para ser la primera vez que pasás por algo así’. Y yo respondí: ‘Sí, porque tengo la tranquilidad de no haber hecho nada’. Después sí me puse nervioso: se me ponían cara a cara y me decían cosas tipo: ‘Pendejo, si te hubiera agarrado yo te rompía todos los huesos’”.
Recibió una notificación que decía “prisión preventiva”. Le dijeron que podía apelar y se enteró que la misma podía durar entre 8 meses y tres años. Desde el primer momento se repitió dos preguntas: “¿Cuándo me voy? ¿Cuándo va a haber justicia? Una angustia y una incertidumbre horrible”, dice.
Podría ponerse en el papel de víctima. Su historia es única, pero sabe que su caso es uno más de tantos.
Formó parte:
del 53% de personas que, sin condena firme, se ven privadas de su libertad
del 71% de jóvenes que son institucionalizadas sin condena firme
del 72,8% de personas que estuvieron presas por más de 6 meses sin condena.
Una noche. Otra. Mil y una noches de encierro
Recuerda con lujo de detalles su primera noche de encierro, cuando sintió que alguien creía en él. “Fue en el piso de una comisaría en San Justo. Estaba esposado a una reja, muriéndome de frío en un patio. Me estaba mojando. Acurrucado y muerto de frío porque me habían sacado la campera. Se ve que a alguien le toqué un poco el corazón y se apiadó de mí. Un comisario pidió que me llevaran a su oficina. Él había estado mientras me hacían preguntas y yo creo que ese hombre me creyó y por eso me dejó dormir en su oficina. Se portó muy bien: me dejó dormir, me dio una manta…”
El joven es capaz de describir cada detalle de su primera noche en un penal. “Fue en la Alcaldía 3 de La Plata. Me dieron un colchón horrible que era mejor dormir en el piso, creo. No tenía sábanas ni abrigo ni nada”, dice y agrega: “Si no hubiera sido por la gente del pabellón que me consiguió una manta y algo para tomar, me hubiera muerto de frío. Fue terrible. Raro. Algo inexplicable”.
A pesar de todo, logró dormir. Lo sabe porque recuerda que se despertó “con el ruido del chapón de la celda. Entraron cinco personas del Servicio Penitenciario. Me rodearon. Uno me preguntó qué había hecho. Le dije que estaba acusado por algo que no había hecho. Se acercó más y me dijo: ‘No te creo una mierda’. Se quedó mirando a los compañeros. Y yo le contesté: ‘No necesito que usted me crea. Sé que no tengo nada que ver y no tengo nada que ocultar’. Él replicó: ‘Ah. ¿No tenés nada que ocultar? Está bien. Cambiate que vino tu abogado’. Ahí tuve la primera entrevista con mi abogado”, relata Bruno.
“Las demás noches fueron muy difíciles. Hubo algunas duras. Aunque estaba en un pabellón tranquilo sabía que podía haber conflictos. Es un lugar donde se levantan todos los días 79 pibes con problemas, humores y ánimos distintos. Siempre puede haber un choque, un roce, lo que sea. Las noches de insomnio también son terribles. Las de fiesta. la de Navidad, la de Año Nuevo, son noches duras”, acota.
El poder de los vínculos
Bruno Postigo creció en Villa Soldati. Es hijo de Romina y Héctor, y tiene tres hermanos menores: José, Melisa y Facundo. Sus mejores recuerdos de la infancia son los momentos compartidos con ellos, entre los que se destacan especialmente los almuerzos en la casa de su abuela.
“Nos une un amor muy fuerte a pesar de que a veces haya peleas o no estemos de acuerdo. Siempre nos apoyamos en las decisiones que tomamos y si no estamos de acuerdo, nos respetamos. Nos queremos mucho. Siento que en mi familia siempre voy encontrar un refugio”, comparte.
Antes de la condena “tenía una vida relativamente normal”, dice y agrega: “trabajaba, jugaba al fútbol y estudiaba”. Había empezado la carrera de seguridad e higiene. Parecía acorde al trabajo que tenía en el Gobierno de la Ciudad. Hacía trabajos de mantenimiento en el Parque Indoamericano y podía ascender si tenía un título. Le interesaba la oportunidad de tener una economía estable.
En los últimos años del secundario se había cruzado con Magdalena Fernández Lemos, politóloga, docente y directora de Enseñá por Argentina. “Conocí a Bruno en mis primeros años de docencia. Daba clases en una escuela en Villa Soldati para 5to y 6to año y hacía un taller de Naciones Unidas a la tarde. Bruno estaba en 4to año y logró sumarse al espacio aunque no estaba abierto para su año terminó participando”, recuerda.
Desde el primer momento le llamó la atención este adolescente “con muchas ganas de aprender, con curiosidad, perseverancia y entrega. Escuchaba siempre con una sonrisa y contestaba con humildad. Divertido, pícaro, soñador”. En cuanto supo que había sido acusado de un delito que no había cometido y que por eso estaba privado de su libertad decidió visitar a su familia.
“Me pareció tan injusto y doloroso que sentí que no podía mirar para otro lado. Lo acompañé especialmente a través de su mamá, Romina. Iba a visitarla, charlaba con ella y a través suyo le mandaba libros, le compartía información e ideas. Después pude tener contacto más directo con Bruno hablando por teléfono y más tarde, por la pandemia, él pudo tener un celular así que hablábamos por WhatsApp”, comenta.
Del otro lado de las rejas, Bruno sentía esa presencia. “Nunca pensé que Maggie iba a aparecer, llamar a mi mamá, ir a mi casa y hablar con mi vieja para preguntarle cómo estaba yo. Ella me mandó libros para que pudiera leer. Siempre que quería hablarle estaba a disposición. Me ayudó mucho porque se acordó de mí aunque hacía mucho que no nos veíamos ni me tenía de alumno”, dice él con una sonrisa.
Postal del servicio penitenciario: un sistema que se derrumba
“El asco que era la celda fue lo primero que me impactó en el penal. El baño estaba tapado, las paredes estaban todas escritas. Fue horrible”, cuenta Bruno que no tardó en interactuar con otras personas.
En la Alcaldía 3 compartió el espacio con personas de entre 35 y 60 años que en muchos casos estaban privados de su libertad por casos políticos o de asociación ilícita. “No eran personas acostumbradas a la cárcel. Por decirlo de alguna manera, no eran tumberos. Tuvieron buena disposición, me decían que estuviera tranquilo y que iba a estar todo bien”, asegura. Y acota: “Ahí había gente que había cometido errores, pero tenía buen corazón y quería ayudarme. Siempre voy a estar agradecido”.
Pero no en todos lados es igual. “Cuando llegué a otros penales, como la Unidad 54 de Florencio Varela, ví muchas realidades de vida distintas. Muchos pibes con historias terribles. No se justifican los hechos que tenían pero sí era entendible que terminaran en ese lugar. Me topé con muchas realidades. gente que no tenía nada, que estaba muy mal y vivía en villas de emergencia y gente que estaba muy bien y vivía en lugares de lujo. Pude ver distintas perspectivas a medida que me iba relacionando con las personas. Y me llevo un poco de cada una de ellas”, reflexiona a menos de 6 meses de haber salido en libertad.
Su mirada es más crítica con el servicio penitenciario. “Nada funciona bien. Ellos están para cumplir su trabajo pero lo que les enseñan a hacer no es reinsertar un pibe en la sociedad. Les enseñan a intervenir en problemas físicos, cerrar y abrir candados, intervenir en algún problema entre reclusos. No les tiro la culpa porque no están capacitados para ciertas cosas. Sí les echo la culpa de que hay muchos que son unos chorros bárbaros y lo único que hacen es lucrar estando ahí adentro. No todos son malos. Hay penitenciarios honestos y otros corruptos”.
“La sanidad también era nefasta. Sólo puedo destacar a una dentista que era genial. Sacaba plata de su bolsillo para traer medicamentos. Era muy comprometida. Creo que hay que mejorar muchas cosas del servicio penitenciario”, desarrolla.
Aunque le cuesta encontrarlo, señala algo positivo: la escuela. “Está bueno que haya escuelas en las cárceles”, afirma y valora el trabajo del equipo de salud mental, aunque es consciente de que no logran hacer todo lo que deberían por falta de recursos. “Los psicólogos eran quienes más intención de reinsertarte tenían”.
Algo de luz en la oscuridad del encierro
Según Bruno, cuando estás en prisión “nunca pasa el tiempo. Nunca llegás a desenfocarte del todo”. Intentó trabajar y retomar su carrera terciaria, pero en ambos casos el permiso fue denegado porque no podía salir del penal debido a la difusión que había tenido la causa. “Entonces empecé a enfocarme en el deporte. Entrené. Entrené a otros pibes. Pude organizar una escuelita de boxeo. Conseguí herramientas y armamos un pabellón con bolsas y guantes para aprender boxeo”, dice.
Además fue referente en un pabellón. “Ser referente no es una pavada: tenés que estar pendiente de lo que pasa afuera, cosas que son rutinarias como papeles o burocracia. Tenía que ocuparme de que el pabellón estuviera limpio, que todos estuviéramos bien, conseguir lo que necesitábamos, mediar si había un problema entre los pibes, que se pudieran solucionar los problemas. Eso me mantuvo enfocado en hacer el bien”
“También me acerqué a Dios. Conocí a Dios en la cárcel. Mi mamá también se volvió cristiana. Vi cómo Dios obra en la vida de muchas personas. Vi el amor de Dios en ese lugar”, desliza. Llegó a eso sin buscarlo cuando lo trasladaron de la Alcaldía 3 de La Plata. “Le dí una oportunidad al pabellón cristiano y no me quise ir más”.
“En ese tiempo, busqué más a Dios. Me llené de Él. Es difícil porque hay cierto prejuicio contra los que están en pabellones cristianos: son los cobardes, los que se refugian, los que están mal vistos. Los que están en otros pabellones se sienten más piolas. No me importaba el prejuicio porque no necesitaba tener la aceptación de nadie ahí adentro”, relata y añade: “Tuve experiencias con Dios. Ví como el poder de Dios se mueve de verdad. Ví pibes que creían en San La Muerte o en la macumbería y cuando un siervo de Dios iba y oraba, se notaba la transformación. Ví la pasión de los pibes ayudando y haciendo cosas por el amor de Dios. A mí mismo el amor de Dios me llevó a hacer obras de caridad”.
Destaca la unidad del pabellón cristiano. El lema era siempre: “tenemos que dar una mano, darle abrigo al que no lo tiene... Millones de veces venían pibes de otros pabellones que nos robaban, nos pegaban, salíamos a la puerta y les dábamos lo que teníamos para que se bañen, descansen, estén bien. Teníamos una bolsa comunitaria donde poníamos mercadería y cuando no teníamos dónde comer sacábamos de ahí. Siempre tratando de estar de la mejor manera y poder salir cambiados, mejorar”, confiesa.
Y reflexiona: “Queríamos cambiar con Dios. Dios cambia a las personas. A Él no le importa si sos malo, si sos el peor, Él te acepta para que cambies. Hay gente que sufre por que perdió la vida por culpa de estas personas. No las culpo, no las juzgo, pero todos cometemos errores y todos merecemos la oportunidad. Nosotros sabemos que Dios nos da otra oportunidad”. Bruno recuerda con satisfacción que muchos se sentían en confianza para compartir no sólo sus problemas sino también sus emociones y sentimientos. “Puse mi hombro para que lloraran un montón de pibes que uno pensaba que jamás podrían llorar.. Pibes que abrían su corazón y después te decían ‘Gracias. Me hizo muy bien poder desahogarme’”.
En libertad, Bruno quiere volver a la cárcel
“Fueron días y meses pensando ¿Cuándo me voy a ir? Preguntaba a Dios por qué. El último tiempo fue muy difícil porque iba de unidad en unidad, en ese camión horrible. Atravesar el juicio fue duro y cuando escuché que querían cambiar la carátula a encubrimiento, con una condena de 6 años perdí un poco la esperanza. No creía que me fueran a dejar ir. No se iban a atrever a reconocer el error. No le tuve fe a los jueces, pero no conté con el que realmente me tenía fe que era Dios”, recuerda Bruno.
También apunta que su mamá sí mantuvo la confianza. Ella le había contado que muchas veces leía la misma cita bíblica cuando le preguntaba en oración a Dios cuándo su hija iba a salir en libertad. “Era una cita de Jeremías que en la que anuncia que ‘en el mes cuarto, a los nueve días del mes, se abrió una brecha en el muro de la ciudad’”, relata y agrega que la noche anterior a la sentencia su mamá volvió a hablar de eso y e intentó tranquilizarlo. “Me acuerdo de haber estado un día antes diciéndole a mi mamá que no tenía fe en que nos íbamos a ir. Y mi mamá me dijo: ‘Yo creo en Dios y si él dijo que el día 9 se iba a abrir brecha en el muro, así va a ser’. Respondí: ‘Ojalá. Si me voy va a ser por tu fé y no por la mía’. Yo me sentía muy desanimado”.
No escuchó su nombre cuando leyeron la resolución. Recién al final lo nombraron antes de la frase: “se ordena la libertad inmediata”. “En ese momento agaché mi cabeza, me reí, me emocioné, lloré y dije ‘Gracias Dios’. No podía creer que volvía a mi casa. Después de eso, ver la reja abierta fue lo mejor que me pasó en la vida. Salí corriendo a abrazar a mi mamá. Cuando ví la calle de nuevo fue una locura”, expresa emocionado.
Pasaron apenas unos meses y todavía no puede pisar una cárcel, pero su plan es volver. “Tengo ganas de organizar un proyecto. Me gustaría hacer talleres deportivos porque ayuda mucho a los pibes. Me gustaría dar clases de boxeo, kick boxing, fútbol, cosas que ayuden a salir del encierro”.
“Viví una injusticia horrible, pero hubo muchas conquistas. Lo que me motiva a volver es el deseo de devolver lo que me dieron. Viví muchas cosas malas pero elijo quedarme con lo que aprendí. Hay muchos pibes que lo necesitan. Son marginados, gente a la que la sociedad rechaza. Siento que hay que dar una mano, dar oportunidades como todos tenemos. Hicieron las cosas mal, pero vamos a sacarlos adelante”, asegura.
Y sigue: “Llenar la calle de policías no hace bajar la delincuencia. Lo único que logras es que la cárcel esté llena. Pero los que están ahí van a volver a salir y es una rueda de nunca acabar. Entonces lo que tenemos que hacer es que los pibes no hagan lo mismo cuando salgan. Y me siento con la obligación de hacer algo. No me puedo quedar con los brazos cruzados. A alguien voy a ayudar en el proceso. Si uno sólo cambia, voy a ser feliz”, concluye.
mdz