Quien ejerce circunstancialmente el cuidado del patrimonio del Estado tiene una gran responsabilidad en sus manos, porque se trata, en definitiva, de aquello que es propiedad de todos: ya sea una plaza de barrio, un polideportivo municipal o un vehículo que fue adquirido y se mantiene con los impuestos. Los ejemplos son cuantiosos porque así es lo que genera y cuesta diariamente el funcionamiento de una maquinaria que sirve para diversas situaciones y que, en principio, debería resolver problemas para la gente, aunque muchas veces también los crea.
En suma, quien tenga esa responsabilidad no puede hacer lo que quiera con esta formidable herramienta del poder, está sujeto a límites, tanto legales como éticos. Más aún, en tiempos electorales.
Lamentablemente, lo concreto es que se utiliza con la intención de cooptar la voluntad o el voto. Lo sucedido con la conferencia de prensa en un ámbito municipal cuando el tema era PARTICULAR, el abuso del anuncio de obras en épocas de veda o el uso de personal público para trabajos privados son algunas muestras. Por un lado, en muchos distritos de la zona militantes oficialistas usando vehículos de organismos nacionales para repartir boletas.
Estas actitudes sólo podrían entenderse bajo la siguiente premisa: hay quienes se creen los dueños del Estado. Consideran que, por estar ahí, pueden disponer arbitrariamente de sus recursos como quien hace lo que quiere en su propia casa y para sus intereses totalmente particulares y reñidos con el interés público o el bienestar general. Se olvidan de que están ahí, en esas sillas, de prestado.