El deporte nacional tiene esa particularidad de concentrar nuestras mejores y peores pasiones cada cuatro años. Ya sea un Mundial, ya sea un Juego Olímpico, sobre todo, si las performances de nuestros representantes no son óptimas. Curiosamente, y vaya a saber por qué motivo, solemos exigirles más resultados a quien se pone la celeste y blanca que a nuestros dirigentes políticos. Y se nos revela que hay una crisis cuando no llegan o cuando pierden de inmediato.
Pero, sobre la base de una experiencia deportiva hay una estructura política. Precisamente, lo que prevalece, muchas veces, es un exitismo político que se vuelca al marketing cuando las copas o las medallas llegan, pero que está ausente en esos años de proceso en el que un atleta comienza a transitar la experiencia de representar al país y tiene que superar escollo tras escollo. Que van más allá de la cancha: desde la burocracia para lograr una beca al desfinanciamiento por parte del Estado para el sector más vulnerable, los amateur. O el hecho de que no se reconozcan los méritos que se logran en la pista porque no son actividades populares.
El rendimiento argentino que finalmente se confirme tras los juegos de Tokio será propio de un país que, gestión tras gestión, no apuesta por el deporte o, como en otras áreas de la vida, lo considera marginal. El logro será más propio del esfuerzo personal que de la dirigencia deportiva. Tan sintomático que duele: por eso, un influencer tiene más capacidad para movilizar los fondos que un organismo creado específicamente para acompañar a los deportistas.