Cien mil.
Es un número muy grande; demasiado si se tiene en cuenta que se trata de vidas que se perdieron. Una cifra lógica que responde a la toma de decisiones del Gobierno desde el inicio de la pandemia. Por comisión u omisión, impericia, desidia o irresponsabilidad para ejecutar medidas atinadas. Es el resultado de una administración más preocupada por el costo político, los intereses personales y el manejo del poder que por asegurar el bienestar de los argentinos.
No es un número casual. No alcanzó con expresiones de deseo ni con discursos agresivos, por un lado, y demagogos, por el otro. Los datos son incontrastables. Frente a eso no hay relato y, acaso lo hubiera, el problema más grave es de quienes aún buscan justificar y delegar culpas. Hay algo más trágico: la cuenta aún no se cerró. A pesar de la vacunación habrá más argentinos víctimas del COVID-19. Habrá más familias destruidas.
La falsa dicotomía entre salud o economía se despedazó en cuestión de semanas. Más pobres y más muertos. Y las víctimas que no se contaron, que quedan fuera de la sumatoria estrictamente epidemiológica.
Es un momento histórico de Argentina. No sólo la crisis es generalizada y afecta a absolutamente a todos los sectores, sino que el panorama no es alentador. No está claro si hay un plan, una salida, un piso para, a partir de allí, empezar a crecer. Por ahora, la caída es pronunciada.
Es hora de que los dirigentes, todos, empiecen a rendir cuentas porque, en el medio del caos, por un motivo o por otro, parece que son los únicos privilegiados.